jueves, 20 de marzo de 2014

Robert Louis Stevenson - Apología del Ocio.


En el siglo XIX, Robert Louis Stevenson cuestionaba a sus colegas escritores y contemporáneos en general, la obsesión con el trabajo y el desprecio hacia los que se dedicaban a no hacer nada y disfrutar. En 1876, publicó su ensayo Apología del ocio.

Boswell: Cuando no hacemos nada, nos aburrimos.
Johnson: Eso sucede, señor,
porque como los demás están ocupados,
nos falta compañía; si ninguno hiciera nada,
no nos aburriríamos;
nos divertiríamos los unos a los otros.

En esos tiempos en que todos estamos obligados bajo pena de lesa respetabilidad a entrar en alguna profesión lucrativa y a trabajar en ella con entusiasmo, un grito del partido opuesto, el de los que se contentan con tener lo suficiente, con mirar a su alrededor y gozar mientras tanto, puede sonar un poco a bravata o fanfarronería. Sin embargo no debería ser así. Lo que suele llamarse ociosidad, que no consiste en no hacer nada, sino en hacer mucho de lo que no está reconocido en los formularios dogmáticos de la clase dominante; tiene derecho a mantener su posición al igual que la industriosidad. Es cosa admitida que la presencia de gentes que rehúsan entrar en las profesiones que se premian con peniques, es a la vez un insulto y un desánimo para aquellos que lo hacen. Un buen muchacho (como vemos muchos) toma su determinación, vota por su oficio, y según la enfática expresión americana, «va por ellos». Mientras éste avanza trabajosamente por el camino, no es difícil comprender su resentimiento al ver algunas personas echadas tranquilamente en el prado al lado del camino, con un pañuelo en las orejas y un vaso al alcance de la mano. Alejandro fue tocado en su punto más débil ante la indiferencia de Diógenes. ¿De qué servía a estos bárbaros la gloria de haber conquistado Roma, si al entrar a la Casa del Senado se encontraron allí a los Padres, sentados y silenciosos, indiferentes en absoluto de su éxito? Es duro haber trabajado tanto y escalado altas colinas, y cuando todo ha sido realizado, encontrar a la humanidad indiferente a los logros conseguidos. De ahí que los físicos condenen a los no físicos; los financistas sólo toleran superficialmente a aquéllos que poco saben acerca de la bolsa; la gente culta desprecia a los incultos; y que la gente que tiene metas se alíe para menospreciar a quienes no las tienen.

Pero aunque esta es una de las dificultades del tema, no es la mayor. A nadie se le puede meter en prisión por hablar contra la industria, pero sí puede ser enviado a Coventry por hablar como un loco. La mayor dificultad, en la mayoría de los temas, es tratarlos bien. Por tanto, recuerden por favor que esto es una apología. Es cierto que hay mucho que argumentar juiciosamente en favor de la diligencia. Sólo hay una cosa que decir contra ella, y es lo que diré en esta ocasión. Exponer un argumento no significa necesariamente estar sordo a los otros, y que un hombre haya escrito un libro de viajes sobre Montenegro, no quiere decir que nunca haya estado en Richmond.

Seguramente está fuera de toda duda que la gente suele estar un poco ociosa durante la juventud. Pues aunque pueda hallarse un Lord Macaulay que escapa de la escuela con todos los honores sin mengua de su ingenio, la mayoría de los muchachos pagan tan caro medallas y condecoraciones, que nunca más tienen un penique en el bolsillo y comienzan su vida en bancarrota. Y lo mismo sucede cuando un muchacho se educa a sí mismo, o mientras otros lo educan. Debió haber sido un viejo caballero insensato el que se dirigió a Johnson en Oxford con estas palabras: «Joven, aplíquese diligentemente a los libros ahora y adquiera una buena cantidad de conocimientos; ya que con el paso de los años advertirá que el andar entre los libros es una tarea bastante penosa». El viejo caballero parece no haber tenido en cuenta que, aparte de los libros, también hay otras cosas no menos trabajosas, y que algunas llegan acaso a hacerse imposibles cuando el hombre se ve obligado a usar anteojos y no puede caminar sin la ayuda de un bastón. Los libros están bien en su estilo, pero son apenas un pálido sucedáneo de la vida. Es una pena estar como la dama de Shalott, mirándose al espejo, de espaldas al clamor y al bullicio de la realidad. Y si un hombre se entrega demasiado a la lectura, como nos lo recuerda la vieja anécdota, no le quedará tiempo para pensar.

Si recordamos los tiempos de nuestra educación, estoy seguro de que no serán las intensas, vívidas e instructivas horas de travesuras las que deploremos; serán más bien los deslustrados períodos entre el sueño y la vela de las clases. Por mi parte, asistí a una buena cantidad de clases en mi tiempo. Todavía puedo recordar que el girar de una peonza es un caso de estabilidad cinética. Recuerdo también que la enfiteusis no es una enfermedad, ni el estilicidio un crimen. Pero aunque no renuncio a estas migajas de ciencia, no las sitúo en el mismo lugar que otras cosas sueltas que aprendí mientras vagaba en la calle. No es este el momento para extenderme sobre ese poderoso lugar de educación —la calle— que fue la escuela favorita de Dickens y Balzac, y que cada año otorga títulos a tantos desconocidos en el arte de la vida. Basta con decir esto: el muchacho que no aprende en la calle, es porque no tiene capacidad para aprender. No es preciso estar siempre en la calle para vagabundear, pues, si se lo prefiere, se puede ir al campo atravesando los suburbios; puede sentarse al lado de unas lilas y fumar innumerables pipas arrullado por el golpear del agua sobre las piedras. Un pájaro cantará en la enramada. Mientras tanto, podrá sumirse en agradables pensamientos, ver las cosas en una nueva luz. Si no es esto educación, ¿qué lo es? Podemos imaginar a Don Mundanal Prudencio, acercándose al muchacho y sosteniendo la siguiente conversación:

—Vamos muchacho, ¿qué haces aquí?
—A decir verdad, señor, paso el rato.
—¿No es acaso tu hora de clase? ¿No deberías ahora hallarte sumido en tus libros con diligencia, de modo que puedas obtener conocimientos?
—¡Si usted me lo permite, así también aprendo!
—Aprendes ¿qué? Contéstame, ¿matemáticas?
—No, ciertamente.
—¿Metafísica?
—Tampoco.
—¿Alguna lengua?
—No, ninguna.
—¿Comercio?
—No, comercio tampoco.
—¿Qué cosa, pues?
—En efecto, señor, como pronto llegará para mí el momento de hacer mi peregrinaje, deseo saber qué hacen los que están en casos similares al mío, y dónde están los peores abismos y las espesuras del camino. Además, quiero saber qué cosas me habrán de ser útiles para el camino. Más aún, estoy aquí, al lado del arroyo, para aprender una canción que mi maestro me enseñó y que se llama Paz o contento.

Aquí el señor Mundanal Prudencio no pudo contener su enojo y blandiendo su bastón de modo amenazador, se expresó de este modo:

—¡Aprendiendo! ¡Qué va! Si por mí fuera, todos estos bandidos serían azotados por el verdugo!
Y siguió su camino, arreglándose la corbata entre crujidos de almidón, como un pavo cuando extiende sus plumas.

Ahora bien, esta opinión del señor Prudencio es la opinión común. Un hecho, por ejemplo, no es considerado un hecho, sino meras habladurías, si no cae dentro de alguna de las categorías anotadas. Una investigación debe ir orientada en una dirección reconocida y con un nombre definido. De otro modo, no se estará investigando sino haraganeando, y el asilo será algo demasiado cómodo para nosotros. Se supone que todo conocimiento se encuentra en el fondo de un pozo, o a una distancia inusitada. Sainte Beuve, al envejecer, empezó a considerar toda experiencia como contenida en un gran libro único, en el que estudiamos unos pocos años antes de partir. Y le daba igual si se leía el capítulo XX, sobre el cálculo diferencial, o el capítulo XXXIX, sobre el oír tocar la banda en el jardín. De hecho, una persona inteligente, teniendo abiertos los ojos y atentos los oídos, sin dejar de sonreír, adquirirá una educación más verdadera que muchos otros que viven en heroicas vigilias. Hay, en verdad, cierto árido y frío conocimiento propio de las cimas de las ciencias formales y laboriosas; pero es mirando alrededor como se podrán adquirir los cálidos y palpitantes hechos de la vida. Mientras otros llenan su memoria con una baraúnda de palabras, la mitad de las cuales olvidarán antes de que termine la semana, nuestro vagabundo aprenderá tal vez un arte útil como tocar el violín, apreciar un buen cigarro o hablar con propiedad y facilidad a toda clase de personas. Muchos que se han aplicado a los libros con diligencia y lo saben todo a propósito de esta u otra rama de la sabiduría aceptada, terminan sus estudios con un aire de búhos viejos, y se muestran secos, rancios y dispépticos en los aspectos mejores y más brillantes de la vida. Algunos llegan a amasar grandes fortunas sin que por ello dejen de ser vulgares y patéticamente estúpidos hasta el final de sus días. Mientras tanto, ahí va nuestro ocioso, que empezó su vida a la par con ellos, y que nos muestra, si ustedes me lo conceden, una figura bien distinta. Ha tenido tiempo para cuidar de su salud y de su espíritu; ha pasado buena parte de su tiempo al aire libre, que es lo más saludable tanto para el cuerpo como para la mente; y si nunca ha leído lo más oscuro y recóndito del libro, se ha hundido en él y lo ha ojeado con excelentes resultados. ¿No estaría acaso el estudiante dispuesto a entregar algunas raíces hebreas, y el hombre de negocios algunas de sus coronas, por compartir algunos conocimientos que el ocioso posee sobre la vida en general y sobre el arte de vivir? El ocioso, incluso, tiene otras y más importantes cualidades que estas. Me refiero a su sabiduría. Él, que con tanto detenimiento ha contemplado las pueriles satisfacciones de los otros en sus entretenimientos, mirará los propios con una muy irónica indulgencia. Su voz no se oirá entre el coro de los dogmáticos. Tendrá siempre una gran comprensión por todo tipo de gentes y opiniones. Del mismo modo que no halla verdades irrefutables, tampoco se identificará con flagrantes falsedades. Su camino lo lleva siempre por vías laterales, no demasiado frecuentadas, pero muy llanas y placenteras, que a menudo se las llama el belvedere del sentido común. Desde allí contemplará un paisaje, si no noble, al menos agradable. Mientras otros contemplan el este y el oeste, el demonio y la aurora, él observará contento una suerte de hora matutina que se posa sobre todas las cosas sublunares, con un ejército de sombras que se cruzan rápidamente y en todas direcciones acercándose al luminoso día de la eternidad. Las sombras y las generaciones, los eruditos doctores y las clamorosas guerras, se hunden al cabo y para siempre en el silencio y el vacío. Pero, por encima de todo esto, un hombre puede ver, a través de las ventanas del belvedere, un paisaje verde y pacífico. Muchas habitaciones alumbradas; la buena gente que ríe, bebe, y hace el amor como se hacía antes del diluvio y la revolución francesa; y al viejo pastor que cuenta sus historias bajo el espino.

El celo extremado, trátese de la escuela o del colegio, de la iglesia o del mercado, es síntoma de deficiente vitalidad; y una capacidad para el ocio implica un apetito universal y un fuerte sentimiento de identidad personal. Hay un buen número de muertos—vivos, gentes gastadas, apenas conscientes de que están vivos, salvo por el ejercicio que les demanda una ocupación convencional. Lléveselos al campo, o embárqueselos, y se los verá cómo claman por su escritorio o sus estudios. Carecen de curiosidad; no pueden abandonarse a los excitantes imprevistos; y no derivan ningún placer en el ejercicio de sus facultades como tales; y a menos que la necesidad los espolee, no se moverán de su lugar; no vale la pena hablar con esta gente: no pueden estar ociosos, su naturaleza no es lo suficientemente generosa; y pasan aquellas horas que no dedican furiosamente a hacer dinero, en un estado de coma. Cuando no tienen que ir a la oficina, cuando no están hambrientos o sedientos, el mundo que respiran alrededor suyo está vacío. Si deben esperar una hora el tren, caen en un estúpido trance con los ojos abiertos. Al verlos, uno supone que no hay nada que mirar en el mundo, ni nadie con quién hablar. Se creerá que sufren de parálisis o de enajenación; y, sin embargo, se trata de gentes que trabajan duro en sus oficios, y que tienen una mirada rápida para descubrir un error en la escritura o un cambio en la bolsa. Han estado en el colegio y en la universidad, pero siempre han tenido los ojos fijos en las medallas; han recorrido el mundo y han tratado con gente de mérito, pero todo el tiempo han estado sumidos en sus propios asuntos. Como si el alma humana no fuera de por sí suficientemente pequeña, han empequeñecido y estrechado las suyas, mediante una vida dedicada al trabajo y carente en absoluto de juego. Al llegar a los cuarenta, ahí los tenemos, con una atención distraída, la mente vacía de toda diversión, y ningún pensamiento qué frotar con otro mientras esperan el tren. Antes de «echarse los pantalones largos», hubieran trepado a los vagones; a los veinte, seguramente habrían mirado a las muchachas; pero ahora la pipa se ha consumido, el rapé se agotó, y mi hombre se halla tieso sentado en una silla, con ojos lastimosos. Esta forma de éxito no me parece atractiva en lo más mínimo.

Pero no es sólo la propia persona la que sufre con sus malos hábitos, sino también su mujer y sus hijos, sus amigos y conocidos, e incluso la gente que se sienta con él en el tren o el carruaje. La perpetua devoción a lo que un hombre llama sus asuntos, sólo puede sostenerse a costa de la perpetua negligencia hacia muchas otras cosas; y no es de manera alguna cierto que el trabajo de un hombre sea lo más importante. Desde una mirada imparcial, resulta claro que los papeles más sabios, más virtuosos y más benéficos que pueden representarse en el teatro de la vida son representados por actores gratuitos, y que estos aparecen ante el mundo en general como períodos de ocio; pues en dicho teatro, no sólo los caballeros paseantes, las doncellas que cantan, los diligentes violinistas de la orquesta, sino también aquéllos que observan y aplauden desde las graderías cumplen con la misma eficacia su cometido en bien del resultado final. No hay duda de que dependemos en buena medida del consejo de nuestros abogados y agentes de bolsa, del guarda y de los conductores que nos llevan rápidamente de un lugar a otro, del policía que se pasea por las calles para darnos protección; pero ¿hay un pensamiento de gratitud en nuestro corazón para algunos otros benefactores que nos hacen sonreír cuando nos los topamos, o sazonan nuestras comidas con su buena compañía? El coronel Newcome ayudaba a sus amigos a malbaratar su fortuna; Fred Bayham tenía la fea manía de pedir camisas prestadas; y, sin embargo, era preferible estar con ellos que con Mr. Barnes; y aunque Falstaff no fue ni sabio ni sobrio, conozco a más de un Barrabás sin cuya presencia el mundo no habría perdido mucho. Hazlitt comenta que se sintió más obligado con Northcote, quien por lo demás no le prestó jamás nada que pudiera llamarse un servicio, que respecto a su círculo de ostentosos amigos; ya que consideraba que un buen compañero es, enfáticamente, el más grande benefactor. Sé que hay personas que no pueden sentirse agradecidas a menos que el favor que se les haga se haya logrado al costo del dolor y las dificultades. Pero esto no es más que una mezquindad. Un hombre nos envía seis cuartillas repletas de los chismes más entretenidos, o un artículo que nos hace pasar media hora divertida y provechosa. ¿Pensamos que el servicio habría sido mayor si los hubiera escrito con sangre, o en pacto con el demonio? ¿Seríamos más considerados con nuestro corresponsal, en caso de que hubiera estado maldiciéndonos por nuestra falta de oportunidad? Aquello que hacemos por placer es más benéfico que lo que hacemos por obligación, pues, al igual que la piedad, resulta dos veces bendito. Un beso puede hacer felices a dos, pero una broma a veinte. Pero donde quiera que se encuentre un sacrificio, o el favor se conceda con dolor, la gente generosa lo recibe con confusión. Ningún deber se valora menos entre nosotros que el deber de ser felices. Siendo felices sembramos anónimamente beneficios para el mundo, que permanecen desconocidos aún para nosotros mismos, o que cuando se les revela a nadie sorprenden tanto como a nosotros mismos. El otro día, un muchacho andrajoso y descalzo corría calle abajo detrás de una piedra, con tal aire de felicidad que contagiaba a todo el que se encontraba de su buen humor; una de estas personas, cuyos negros pensamientos habían desaparecido como por arte de magia, detuvo al muchacho y le dio algunas monedas a tiempo que comentaba: «Ya ves lo que sucede con sólo parecer contento». Si antes había parecido contento, ahora seguramente debía parecer mistificado. Por mi parte, no puedo dejar de justificar el que se anime a los niños a sonreír antes que a llorar. No deseo pagar por ver otras lágrimas que las del teatro. Encontrar un hombre feliz o una mujer feliz es mejor que encontrarnos con un billete de cinco libras. Él o ella son focos que irradian buenos sentimientos; y cuando entran a un salón, sucede algo así como si se hubiera encendido una vela de más. No nos importa si pueden o no demostrar la proposición cuarenta y siete; hacen algo más que eso: demuestran, prácticamente, el gran teorema de lo vivible que es la vida. Consecuentemente, si una persona sólo puede ser feliz permaneciendo ociosa, ociosa debe permanecer. Es un precepto revolucionario; pero debido al hambre y a los asilos, uno del que no puede abusarse fácilmente; y dentro de límites prácticos, se trata de una de las más incontrovertibles verdades del corpus moral. Contemplemos uno de esos tipos industriosos por un momento. Siembra afanes y malas digestiones; hace rentar una gran cantidad de actividad, y recibe como beneficio una buena suma de desgaste nervioso. Una de dos: o se retira del mundo y de toda compañía, como un recluso en su buhardilla, con zapatillas y un pesado tintero, o se mete entre la gente ácida y afanosamente, sintiendo contracciones en su sistema nervioso, para descargar su malhumor antes de volver al trabajo. No me interesa qué tanto o qué tan bien trabaja, este sujeto es dañino para las vidas de los otros. Se viviría mejor si él hubiese muerto. Preferirían en la oficina pasarse sin sus servicios, antes que tener que tolerar su malhumor. Emponzoña la vida en la fuente. Es mejor verse empobrecido por un sobrino bribón, que soportar día a día a un tío receloso.


¿Y para qué, dios mío, tantos afanes? ¿Cuál es la causa por la que amargan sus vidas y las de otros? Que un hombre pueda publicar tres o treinta artículos al año, que pueda o no terminar su gran pintura alegórica, son asuntos de poca importancia para el mundo. Las filas de la vida están llenas; y aunque unos cuantos caigan, habrá siempre otros que vengan a llenar la brecha. Cuando se le dijo a Juana de Arco que debía estar en casa realizando oficios de mujer, ella respondió que había muchas para hilar y lavar; y lo mismo podría afirmarse de cualquiera, aunque tuviera las más raras habilidades; cuando la naturaleza es tan «descuidada de la vida individual», ¿por qué habríamos de imaginar que la nuestra tiene excepcional importancia? Supongamos que Shakespeare hubiera sido golpeado en la cabeza alguna noche oscura en la cota de caza de sir Thomas Lucy; ¿marcharía el mundo mejor o peor, dejaría el cántaro de ir a la fuente, la hoz al grano y el estudiante al libro? Y ni de la pérdida del más sabio nos habríamos dado cuenta. Entre las obras existentes no hay muchas, si se miran las alternativas, que valgan lo que una libra de tabaco para un hombre de medios limitados. Esta es solamente una reflexión que serenará nuestra vanidad terrena. Ni siquiera el estanquero podrá encontrar vanagloria personal en lo que acabo de expresar; pues aunque el tabaco resulte un excelente sedante, las cualidades requeridas para venderlo no son raras ni preciosas en sí mismas. ¡Ay! Esto puede tomárselo como se quiera, pero pocas son las funciones individuales verdaderamente indispensables. Atlas fue solamente un individuo con una prolongada pesadilla; y, con todo, es fácil ver comerciantes que labran una gran fortuna y que terminan en los tribunales por quiebra; escribientes que pasan su vida escribiendo pequeños artículos, hasta que su temperamento se convierte en una cruz para quienes están a su lado, como si se tratara de Faraones, que en vez de construir pirámides, construyeran alfileres; y muchachos que trabajan hasta el agotamiento, para ser transportados luego en una carroza fúnebre adornada de plumas blancas. ¿No suponemos que en el oído de éstos, alguien habría susurrado la promesa de un destino sobresaliente? ¿Y que la bola en que su destino se jugó, era el centro y ombligo del universo? Y, sin embargo, no hay tal. Las metas por las que ellos entregaron su inapreciable juventud, en lo que les toca, pueden ser quiméricas o perjudiciales; las glorias y las riquezas que esperan, pueden no llegar jamás, o llegar cuando les son indiferentes; y ellos mismos y el mundo que habitan son tan insignificantes, que la mente se hiela con sólo pensarlo.

miércoles, 19 de marzo de 2014

Helvert Barrabás - Estertor del Baldragas.

La Cabeza de Medusa - Caravaggio, 1597.

XIV
ESTERTOR DEL
BALDRAGAS

“la poesía llama imaginación
a lo que usted se empeña en llamar locura”

Leopoldo María Panero


Me llaman Barrabás / soy acreedor de mil asesinatos / he recorrido las ergástulas de Palestina & Jerusalén / he tenido entre mis manos a las más bellas mancebas a los pies del Mar Egeo / he pernoctado a la intemperie en el estrecho de Ormuz / he besado la soledad en las noches del Cabo de Hornos / he fumado hashish de Marruecos con trashumantes tuareg / estuve en las cruzadas contra los albigenses / presencié miles de decapitaciones en las plazas de París / fui verdugo en las revoluciones rusas / besé a mujeres acusadas de herejía / y ahora yazgo aquí / en este siglo estúpido / destripando los relojes con un puñal de oro

La  gran  noche  me  clava  sus  colmillos  de  morsa  en  los  valles meridionales / como hocico de lobo con sus fauces hambrientas en los bosques de aquelarres / aullando a la muerte que pasa desnuda / con quine cuerpos de niños hambrientos a cuestas / arrastrándolos / pateándolos / con toda la furia de la vida / con aquella sonrisa sobrehumana que se asoma a través de los siglos / entre paredones & cadalsos / entre hambrunas y catástrofes / con la cuchilla de un herrero apesadumbrado / guiñándome el ojo izquierdo con el desdén de los tiranos

Graznan  lechuzas  &  cuervos  /  rugen  panteras  &  jaguares  /  se arrastran miles de víboras a los pies de quién se corta las venas / con la complicidad de aquel que se asoma a la espalda / susurrando palabras funerarias con la ternura de los angelitos campesinos

Voy encima de una potranca de crin furiosa / cabalgando los predios rectangulares / asediado por álamos esqueléticos que cuelgan de un Mayo acuchillado / bebo del vino en botas de Castilla acompañado de bandidos  & rufianes / ruge la Cordillera de los Andes como paridera de demonios en el báratro / el Titicaca se quiebra en las horas extraviadas / un ejército de ánimas me constituye en mis divagaciones desfragmentadas

Suena el claxon anglosajón / la gran manzana podrida de las calles aterciopeladas /  rebosante de  luces  /  las  magnificas  &  espectaculares luces / que cuelgan de Broadway / que brillan en los capós de los automóviles americanos

martes, 11 de marzo de 2014

Jaime Saenz - Discurso de bienvenida pronunciado por "El Castellano".


Jaime Saenz Guzmán "El Castellano" con Alfonso Barrero Villanueva "El Alquimista"

¡Majestades Imperiales, altezas reales! ¡Nobles Damas, valerosos hidalgos!
¡Bienvenidos a Montecarlo!
Misteriosos Mandatos os han reunido esta noche en Montecarlo; en orgulloso aunque ruinoso castillo, al que habéis acudido sin que os importara compartir un mismo techo con trovadores y adivinos; con monjes tabernarios, con astrólogos, rufianes, bandidos y alquimistas; con brujos, ballesteros y poetas, con asesinos y forajidos que aun el patíbulo rechaza!
¡A todos vosotros, de todo corazón os doy la bienvenida en mi morada; en ámbitos ahora tenebrosos y vacios, tan solo poblados de melancólicos fantasmas donde cada partícula del aire que respiráis os hará evocar rumorosas juventudes, pretéritos tiempos ya idos y para siempre jamás perdidos!
Al tañido de laudes sepulcrales; al grave conjuro de cavernosas cornamusas que resuenan ya en ocultas calaveras carcomidas, las cuales no son otras que las nuestras; la tentación inmortal  y sempiterna os llama a regocijaros en orgiástico abandono!
¡Pero, cuidado!
Habéis de tener presente que la realidad de una noche en Montecarlo es como el pan de cada día; algo que jamás se repite. ¡Es como la muerte!
¡Majestades Imperiales, altezas reales! ¡Profetas, nigromantes, soldados de Lucifer, saltimbanquis y mendigos, salteadores y juglares; gente de avería, hez de la humanidad!:
¡Yo os conjuro a danzar entre risas y suspiros, en alas de la oscuridad y del olvido.


Una noche en Montecarlo, Sábado de Tentación. 3 de marzo de 1979, Jaime Saenz

lunes, 10 de marzo de 2014

Leopoldo María Panero - Los misteriosos sobrevivientes.


Dime si destruye mi mirada, dime si
queman más mis ojos que la furia del tiempo,
y que este espacio vacío en que los sueños
prometen suicidio, y quiénes
en la esquina, devoran aún mi cabeza, y escupen
sobre mi cadáver, y ríen
cuando cae la noche, y lloran
y gritan cuando por desgracia amanece
y mienten vistiendo a la vida con el traje del Espectro,
dime quiénes son, y qué es esto
que huye del ser como el ciervo del
cazador al crepúsculo, el vago
crepúsculo que se extiende como llanura infinita,
desafiando cualquier horizonte, el vasto
crepúsculo sin perspectiva que es ya toda la vida…
pero dime
quiénes son, borradas
todas las señales del cielo y caída
sobre la tierra una vez más la luna, cuando
ya la noche no puede llamarse noche, y
los hombres se buscan ciegos en la noche,
quiénes entonces, dime quiénes, en el aire sin tiempo
hozan aún y escarban como cerdos en la
llanura sin sueño de la nada, y me
preguntan por mí, por ellos, cuando
nada queda por vivir.

Antonin Artaud - La búsqueda de la fecalidad.


Allí donde huele a mierda
huele a ser.
El hombre hubiera podido muy bien no cagar,
no abrir el bolsillo anal,
pero eligió cagar
como hubiera elegido vivir
en vez de aceptar vivir muerto.

Para no hacer caca,
tendría que haber consentido
no ser,
sin embargo, no se decidió a perder
el ser,
es decir, a morir viviendo.

Hay en la existencia
algo particularmente tentador
para el hombre
y ese algo es

LA CACA
          (aquí, rugido)
Para existir basta con dejarse ser,
pero para vivir
hay que ser alguien,
hay que tener un HUESO,
hay que atreverse a mostrar el hueso
y a olvidar el alimento.

El hombre prefirió más la carne
que la tierra de los huesos.
Como no había más que tierra y bosque
de huesos
tuvo que ganarse su alimento,
no había mierda
sólo hierro y fuego,
y el hombre tuvo miedo de perder la mierda
o más bien deseó la mierda
y para eso, sacrificó la sangre.
Para tener mierda,
es decir carne,
donde sólo había sangre
y chatarra de osamentas,
donde no tenía nada que ganar
y sí algo que perder: la vida.

o reche modo
to edire
de za
tau dari
do padera coco

Entonces, el hombre se replegó y huyó.

Lo devoraron  los gusanos.

No fue una violación,
Se prestó a la obscena comida.
Le encontró sabor,
aprendió por sí mismo
a hacerse el tonto
y a comer carroña
delicadamente.

Pero ¿de dónde procede esa despreciable abyección?

De que el mundo no está ordenado todavía,
o de que el hombre sólo tiene una pequeña idea
del mundo
y quiere conservarla  eternamente.

Proviene de que, un buen día,
el hombre
detuvo
la idea del mundo.

Se le ofrecían dos caminos:
el infinito exterior,
el ínfimo interior.
Y eligió el ínfimo interior,
donde sólo hay que estrujar 
el bazo
la lengua
el ano
o el glande.

Y dios, dios mismo aceleró el
       movimiento.

Dios ¿es un ser?
Si lo es, es la mierda.
Si no lo es
no existe.
O bien sólo existe
como el vacío que avanza con todas
sus formas
y cuya representación más perfecta
es la marcha de un grupo incalculable de
ladillas.

“¿Está usted loco, señor Artaud, y la misa?”

Reniego del bautismo y de la misa.
No hay acto humano
que, en el plano erótico interno,
sea más pernicioso que el descenso
del supuesto Jesucristo
a los altares.
No me creerán
y desde aquí veo cómo el público se encoge de hombros
pero el llamado Cristo es quien
frente a la ladilla–dios
aceptó vivir sin cuerpo
mientras un ejército de hombres, 
descendiendo de la cruz
a la que dios creía haberlos clavado desde hacía mucho,
se rebeló
y ahora esos hombres
armados con hierro,
sangre,
fuego y osamentas
avanzan,  denostando al Invisible
para terminar de una vez con el JUICIO DE DIOS.

domingo, 9 de marzo de 2014

T.S. Eliot - East Coker.



I

En un principio está mi fin. Las casas
se suceden: se levantan y caen,
se derrumban, se amplían y trasladan,
se destruyen, se restauran, ocupa
su lugar el campo abierto, una fábrica,
el camino. Vieja piedra al edificio
nuevo, leña vieja a los nuevos fuegos,
fuegos de antaño a la ceniza
y las cenizas a la tierra, carne
ya, pelo y excremento, hueso de hombre
y bestia, hoja y tallo de maíz.
Las casas viven, mueren: hay un tiempo
para edificar y para la vida
y la generación y un tiempo
para  que el viento rompa el vidrio suelto,
sacuda el zócalo por donde trota
el ratón y el tapiz
donde tejieron callada leyenda.

En mi principio está mi fin. Desciende
ahora la luz sobre el campo abierto
y deja el hondo sendero encerrado
por la enramada en la tarde oscura,
donde te reclinas sobre un talud
para dejar paso a un furgón e insiste
el camino en la dirección del pueblo,
por el calor eléctrico hipnotizado.
En la cálida neblina la luz
es absorbida por la piedra gris,
no refractada. Duermen las dalias
en el silencio vacío. Espera
a la lechuza temprana.
                      En ese campo abierto,
si no te acercas demasiado, si no te acercas
demasiado  se puede a medianoche
en verano oír la música, débil
flauta y tamboril, y verles bailar
en torno a la hoguera, la asociación
del hombre y la mujer en danza que indica
matrimonio: honroso sacramento
y oportuno. Dos y dos, necesaria
unión en la que tómanse del brazo
o de la mano el uno al otro
y con ello significan concordia.
Giran, giran alrededor del fuego
saltando las llamas, formando corros
con rústica severidad y rústico
alborozo, alzando pesados pies
en grosero calzado, pies de tierra,
pies de arcilla en campestre regocijo
alzados, el regocijo de quienes
desde hace mucho alimentan el trigo
bajo tierra. A compás, al ritmo
en la danza como en sus vidas siguen
el ritmo de las estaciones vivas,
el tiempo de las estaciones
y el de las constelaciones, el tiempo
de ordeñar y el de cosechar, el tiempo
del acoplamiento de hombre y mujer
y el de las bestias. Se alzan los pies
y caen. Comen, beben. Muerte y estiércol.

Despunta el alba y se dispone un día
más al calor y al silencio. Al alba
el viento en alta mar ondea
y se desliza. Aquí estoy, o allá,
o en cualquier otra parte. En mi principio.

II

¿Qué hace el noviembre tardío
con el revuelo de la primavera
y con las criaturas del estío,
las campanillas blancas
aplastadas por los pies, la altanera
malva, roja, gris, y caída al fin,
coronado el rosal tardío
de nieve prematura?
Arrastrados por los astros rodantes,
fíngense los truenos carros triunfales
desplegados en guerras consteladas;
contra el Sol lucha el Escorpión
hasta ponerse Luna y Sol,
los cometas lloran, y vuelan
a la caza del cielo y las llanuras
los meteoros, arrastrados
por el torbellino que al mundo atrae
al fuego de la destrucción; el fuego
que arderá hasta que el casco polar impere.

Ésta era una de las maneras de decirlo,
no muy satisfactoria: un estudio
perifrástico en estilo anticuado
que aún le deja a uno con la lucha
intolerable contra las palabras
y el sentido. La poesía
es lo de menos, no es (para empezar
de nuevo) lo que uno se imaginaba.
¿Qué valor podía corresponderle
a lo largamente aguardado,
la anhelada calma, el sosiego
otoñal, la cordura de los años?
¿Nos engañaron o engañábanse
ellos, los ancianos, la voz queda,
al no legarnos sino la receta
de un fraude? La serenidad tan sólo
un voluntario embotamiento,
nada la cordura sino un saber
sobre secretos muertos, inservibles
en la tiniebla a que se asomaron
o de la que apartaron la mirada.
Hay, nos parece, a lo sumo un valor
limitado en el saber por experiencia.
Impone su pauta la percepción
 y lleva a error, pues es nueva la pauta
a cada instante y cada instante
es una valoración renovada
y sorprendente de cuanto hemos sido.
Sólo no nos engaña lo que, siendo
engañoso, no puede  ya dañarnos.

A mitad  del camino, y aún más,
por el camino todo, en una selva
oscura, en un zarzal, junto a una ciénaga
donde el paso es inseguro y hostigan
monstruos, luces fantásticas y el riesgo
de ser hechizados. No me hable nadie
del saber de los viejos,
sino de su demencia, su temor
a la posesión, a pertenecer
al otro, o a otros, o a Dios.
El único saber al que podemos
aspirar es el de la humildad, que es infinita.

Todas las casas yacen bajo el mar .

Los que bailaban yacen bajo el cerro.

III

Tinieblas y más tinieblas. Sumérgense
todos en las tinieblas, en los vacuos
espacios interastrales, vacío
al vacío, capitanes, banqueros,
hombres de letras eminentes,
gobernantes y estadistas, magnánimos
protectores de las artes, ilustres
funcionarios, presidentes de muchos
comités, magnates de la industria
y pequeños contratistas, todos se sumergen
en las tinieblas, el Sol y la Luna,
oscuros y oscuro el Almanaque Gotha
y la Gaceta de la Bolsa,
y la Guía de Directivos,
frío el sentido y perdido el móvil de la acción.
Y todos les seguimos al callado
funeral, funeral que no es de nadie,
pues no hay nadie a quien enterrar.
Le dije a mi alma, quédate quieta,
deja que te anegue la oscuridad
porque será la oscuridad de Dios.
para cambiar la escena con vacío,
rumor de bastidores, movimiento
de los oscuro en lo oscuro, y sabemos
que se llevan enrollados el árbol
y la colina, el paisaje lejano
y la imponente fachada; como en el Metro,
cuando se detiene el tren demasiado,
tiempo entre estaciones y animase
la conversación para poco a poco
hacerse el silencio y en cada rostro
ves ahondarse el vacío de la mente
que deja sólo el creciente terror
a no tener en qué pensar; o cuando
bajo los efectos de la anestesia
sigue uno consciente, pero consciente
de la nada… Le dije a mi alma, quédate
quieta y espera sin expectativas,
pues tenerlas supondría esperar
erradamente; espera sin amor,
pues sería amor a cosa equivocada;
hay todavía fe, pero la fe
y el amor y la esperanza consisten
en esperar. Espera sin pensar,
pues no estás aún preparada
para el pensamiento: la oscuridad
será, así, la luz y la quietud de la danza.
Murmullo de los arroyos, relámpagos.
Invernales. El silvestre tomillo
Inadvertido y la fresa silvestre,
la risa en el jardín, el éxtasis
guardado por el eco, no perdido
sino exigiendo, señalando
la agonía de morir y nacer.

Dices que repito algo que ya he dicho.
Lo diré otra vez. ¿Volveré a decirlo?
Para llegar adonde estás
desde el lugar en el que no te encuentras,
deberás seguir un camino
en el que el éxtasis no existe.
Para acceder a lo que no conoces
debes seguir una senda de ignorancia.
Para poseer lo que no posees
debes recorrer el camino
de la desposesión.
Para poder ser quien aún no eres
debes seguir el sendero en que no estás.
Y sólo sabes lo que ignoras
y lo que no tienes es lo que tienes
y estás donde no estás.

IV

Blande el herido cirujano
el acero, hurga en la parte
afectada; bajo la mano
sangrienta se adivina el arte
del médico, compasivo, sutil:
resuelve el enigma de la gráfica febril.

Será salud nuestra afección
obedeciendo a la enfermera
moribunda cuya atención
permanente no es nuestra mera
complacencia, sino recordar la maldición
de Adán: hemos de empeorar para la curación.

La tierra entera un hospital
legado por el arruinado
millonario; el afortunado
muere en él por el paternal
y absoluto cuidado
que no nos abandona y nos aparta del mal.

Sube a las rodillas el frío
de los pies, silba en los mentales
hilos la fiebre. Si el calor ansío
habré de helarme en los glaciales
fuegos purgativos, temblor
donde la llama es rosas y el humo es zarza en flor.

No teniendo para beber
sino la sangre, y por comida
la carne enrojecida,
nos gusta imaginarnos sanos, ser
carne y sangre de verdad; entretanto
y sin embargo llamamos a este viernes Santo.

V

Aquí estoy, pues, en medio del camino,
después de haber pasado veinte años
-veinte años casi perdidos, los de entreguerras-
intentando aprender a utilizar las palabras;
y es cada intento un comienzo totalmente nuevo
y un fracaso de orden completamente distinto
porque sólo se aprende a dominar las palabras
para decir lo que uno ya no quiere decir
o para decirlo como a uno no le gusta
ya decirlo. Así cada empresa es comenzar
de nuevo; una incursión en lo inarticulado
con mísero equipo que sin cesar
se deteriora en el desarreglo general
del sentimiento impreciso: indisciplinadas
patrullas de la emoción. Y aquello que se trata
de conquistar por la fuerza y el sometimiento
ya lo han descubierto en una o dos, o en varias ocasiones,
hombres que uno no puede aspirar a emular;
pero no hay competencia, sólo existe
la lucha por recuperar lo que se ha perdido
y encontrado y vuelto a perder mil veces; y ahora
de nuevo en circunstancias que parecen adversas.
Pero tal vez no haya ni pérdida ni ganancia.
Para nosotros no hay sino el intento.
Lo restante no es de nuestra incumbencia.

El hogar es el punto del que partimos. Vuélvese
más extraño el mundo a medida que envejecemos,
más complicada la trama de muertos y vivos.
No el vívido instante aislado sin después ni antes,
sino el arder constante de una vida,
y no la sola vida de un hombre, sino de viejas
piedras que nadie sabe descifrar. Hay un tiempo
para la noche bajo la luz de las estrellas
y un tiempo para la noche a la luz de la lámpara
(noche del álbum de fotografías).
Es más él mismo el amor cuando aquí
y ahora dejan de importar.
Los viejos deberían ser
exploradores, ahora y aquí
no importan, debemos quedarnos quietos
y movernos hacia otra intensidad
para lograr mayor unión, una comunión
más profunda en la fría desolación oscura,
entre los gritos del viento y la ola,
en las aguas inmensas del petrel
y la marsopa. En mi fin está mi principio.